Opinión


06/02/24

Javier Domenech

  1. Mirando al cielo

    Ahora que los pantanos están casi vacíos con  la sequía amenazando los cultivos y el suministro de agua para las ciudades, surgen las alarmas como si fuese algo nuevo, condicionado por el cambio climático. Y volvemos al lamento por la pertinaz sequía que aparece en España cada seis o siete años, como viene ocurriendo desde que se tienen  registros, contemplando el fondo agrietado de los embalses, los ríos convertidos en senderos pedregosos y los campos cubiertos de hierbas secas.

    Para hacer frente a un clima imposible de cambiar, con habitual escasez de agua, hace ya un siglo, Primo de Rivera  inició la construcción de pantanos lo que continuó durante los años del franquismo, a un ritmo de 20 presas anuales, relacionándose este tipo de obra pública con regímenes autoritarios. La habitual burla de la imagen del Caudillo inaugurando pantanos tiene como resultado que  desde el 1983 al 2008 tan solo se hayan construido 33, poco más de una al año mientras la población, en ese período de tiempo creció en cinco millones de personas. De los diez embalses mayores de España tan solo uno, el de La Serena, ha sido construido en plena democracia. Los nueve restantes lo fueron en la segunda mitad del siglo XX.

    Mientras que la mayoría de los países europeos,  pueden aprovechar las aguas de sus ríos mediante canales, sin necesidad de construir embalses, en el nuestro la mayor parte de la agricultura asienta precisamente en la llamada  España seca o las vertientes levantinas, donde hoy vemos el fondo agrietado de los embalses, los ríos convertidos en senderos pedregosos y los campos cubiertos de hierbas secas. La única obra de gran envergadura de política hidráulica realizada dese 1975 ha sido el trasvase de la cuenca del Tajo a la del Segura, continuo foco de enfrentamiento entre dos comunidades resecadas. Y en el 2005, por razones exclusivamente políticas, se despreció el trasvase del Ebro, que suponía derivar los millones de toneladas de agua inutilizada que se vierten al mar, hacia el riego de las cuencas mediterráneas, una obra financiada por la Unión Europea. Hoy estaría completado, pero fue paralizado por la oposición de unas comunidades que consideraron que el río les pertenecía en exclusiva, y unos políticos que cedieron a esa estupidez, prefiriendo la construcción de plantas desaladoras, insuficientes, caras y contaminadoras. Mientras tanto, los recursos públicos se destinaron a la construcción de carreteras, hospitales, aeropuertos, polideportivos, museos y se olvidó al agua como parte fundamental de la vida diaria. Ahora los españolitos pueden desplazarse más fácilmente, practicar deportes y gozar de mejor salud, pero quedan al albur de la meteorología, para disponer de agua suficiente para regar o beber.

    Es frecuente el lamento por los pueblos de mísera agricultura que tuvieron que abandonarse para construir embalses o los cambios introducidos en el paisaje, la alteración de la biodiversidad y otras zarandajas ecologistas, que la consideración de los beneficios obtenidos con reservas que permitan riegos, agua para beber o energía eléctrica. Creyendo que entre los bienes de la democracia los cielos suministrarían el maná de las lluvias, antes negado a un país dictatorial, hemos pasado de los años del hambre, a los años de sed y persistimos en la escasez de recursos energéticos. De su factura ya se encargan los impuestos, importando hidrocarburos, gas o energía nuclear del Golfo Pérsico, de Rusia o de Francia.

    Pero el agua no puede importarse del exterior. Sin embargo, una ciega política conservacionista del medio ambiente, una falta de previsión inaudita o los enfrentamientos entre comunidades, recelosas de proveer de agua a sus vecinos, han conducido a una situación como la actual, en la que unos contemplan los cielos y otros las isobaras del hombre del tiempo, esperando con fatalismo el maná de las lluvias, que siempre será escaso.